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Al sur del Trópico de Capricornio

  • Foto del escritor: Diego Fernando Romero Leal
    Diego Fernando Romero Leal
  • 2 feb
  • 9 Min. de lectura

Actualizado: 4 feb

Cordillera de los Andes en Chile

Es martes, el aeropuerto huele a café recién hecho. El murmullo de maletas rodando de la mano de otros viajeros es el preludio de nuestro viaje improvisado. Dos meses atrás no teníamos rumbo ni tiquetes con letras diminutas que dijeran que el último día del año lo pasaríamos en dos países, en la mañana al norte, en la tarde al sur. Cada paso que habíamos dado hasta ahora en nuestro tránsito se justificaba en un “¿y por qué no?”. Así terminamos con nuestro pasaporte curuba frente al funcionario de migración, explicando a qué nos dedicamos, cuántos años tiene el niño, el tiempo que íbamos a estar fuera, el motivo de nuestro viaje… En otro contexto podría ser una charla de cóctel, la conversación de dos desconocidos en el lanzamiento de un libro, solo que no sin aperitivo.

 

Al fondo, una larga fila de seres humanos se desprende de sus pertenencias y del equipaje de mano. Los objetos personales desfilan con parsimonia por una banda que los sumerge en un baño de rayos x. En paralelo, pasamos por el detector de metales, primero yo, después mi hijo, al final mi esposa. En el umbral, una alarma y una luz amarilla se disparan. Magdalena levanta las manos a media altura, como el que pasa por la góndola del supermercado en el instante en que algo cae al piso, como diciendo “yo no lo toqué”. El oficial de seguridad le indica que se aparte para hacer una inspección minuciosa. Le ordena quitarse los zapatos y con un detector manual orbita su cuerpo de arriba abajo. Mi hijo y yo nos miramos, la miramos, miramos alrededor, quizás estamos en un capítulo de Alerta Aeropuerto y terminará en un cuarto donde un policía la interrogará con voz de doblaje latino.  “Buen viaje” dice el tipo, y explica que la máquina escoge a algunas personas al azar para una revisión exhaustiva.

 

Seguimos siendo un trío, nos reímos del susto, que ya es anécdota, entre los licores, los chocolates, los artículos de lujo, los sombreros típicos y los colores vivos de las mochilas del duty free. Unos pasos más y ya estamos en las salas de espera del Aeropuerto El Dorado. El aeropuerto de Bogotá es amplio, moderno, luminoso por sus grandes ventanales que le abren paso a la luz natural mientras se ven las pistas y los aviones. Sin embargo, lo que más me gusta es su nombre, El Dorado, una de las leyendas más arraigadas de la historia de Colombia, un nombre exótico para una de las pocas obras que han sobrevivido a su bautismo con el nombre de un político. Hace unos años lo intentaron, pero el nombre del personaje quedó relegado. En el arraigo popular ha sido, es y seguirá siendo El Dorado, el nombre que encaja para una tierra de mitos y aventureros.

 

En las pantallas y los altavoces se anuncia la salida de nuestro vuelo. Comenzamos el embarque y las emociones sobre la idea de volar de unos y otros se entrecruzan. A mí me gusta, de hecho, tenía la intención de ser piloto militar hasta que la Fuerza Aérea descubrió que, entre la diabetes, la tensión alta, los fallos cardiacos, el lupus y demás males que cuelgan de mi árbol genealógico, a mí me correspondió una columna que no se lleva bien con G extrema. Mi hijo ya voló, pero no lo recuerda, está nervioso, se frota las manos, se tensa cuando el avión toma carrera y siente el vacío del despegue, a Emilio le gusta y a la vez no. Tomamos altura y debajo del azul rey de la tarde soleada, Bogotá se hace más grande por la ventana. Tres mujeres viajan juntas en la fila de adelante, “ahí está la oficina” dice una, “adiós trabajo de mierda” contesta otra. Las tres ríen y nosotros otro tanto. Magdalena me toma de la mano, sonríe, conversa, no es de aire, no le gusta volar pero se sube a los aviones sin chistar a pesar de su miedo.  

 

El avión se estabiliza y atrás van quedando la Cordillera Oriental, el río Magdalena y el sur de Colombia. Gran parte de las primeras tres horas de vuelo las hacemos sobre un colchón de nubes, es un viaje tranquilo. El velo blanco se corre y por la ventana se ven el puerto del Callao y Lima con su Costa Verde que se hacen más pequeños. Desde aquí el vuelo se transforma, dejamos tierra firme y nos internamos en el Pacífico. No es fácil saber dónde comienza el cielo, si volamos al derecho o al revés. Abajo el océano azul y arriba un mar de turbulencia. Una pilla al piloto en el baño, con los pantalones abajo como decimos en Colombia. El capitán sale apurado hacia la cabina y un joven sobrecargo sale de ella agitando la mano y torciendo la boca, lo que pone más nerviosos a unos cuantos.  Cuanto más nos acercamos a destino, el viaje se asemeja más a estar en un auto en un camino pedregoso. Diagonal a nosotros, una fuerte sacudida hace que una mujer se aferre a la silla de adelante como si al caerse el avión ese asiento fuera a flotar en el aire al igual que una tabla en el mar. Al lado un hombre parece rezar, nos cuenta que su hijo vive en Santiago y lo visita unas tres veces al año, “esto siempre es así”, sentencia.

 

Chile es uno de los países del planeta con mayor incidencia de turbulencias en sus rutas aéreas y el aeropuerto de Santiago el que más las reporta en el mundo. Los vientos que vienen de la cordillera de los Andes sacuden el avión y los que vienen del Océano Pacífico lo bambolean otro tanto. Luego de casi seis horas, a lo lejos, la costa chilena se vislumbra y las montañas de la cordillera comienzan a dibujarse marcando el reingreso a una tierra firme que más bien parece marciana, seca, roja y ocre. En las costuras de algunos de estos cerros desiertos, hilos de agua serpentean llevando algo de fertilidad, como milagros brotando de la implacable aridez del norte chileno, pequeñas parcelas verdes sembradas por agricultores que aprendieron a convivir con la escasez.  Nuestro descenso paulatino les da paso a los valles centrales de Chile con sus viñedos y campos cultivados y a la Cordillera de los Andes con sus picos nevados brillando bajo el sol. Algunos de estos son el telón de fondo de la capital del país, de la que ya se alcanzan a distinguir algunas casas y edificios del centro.

 

El avión se alinea con la pista y aterriza en el aeropuerto Arturo Merino Benítez sin inconvenientes. Chile nos recibe en verano, pero no hace tanto calor. Son las 7 de la tarde y faltan poco más de dos horas y media para que la oscuridad se apodere del cielo, lo que, para nosotros, acostumbrados a vivir en un país en el ombligo del mundo en donde el Rey Salomón dividió el día y la noche en partes iguales, que el sol se resista a esconderse nos resulta fascinante y abrumador a la vez. Es una sensación rara, contradictoria, como una especie de limbo temporal en el que el reloj interno lucha contra el tiempo que se estira vendiendo la idea de que aún es temprano, pero a la vez es como un regalo de horas adicionales para pasear, para disfrutar, para vivir.

 

El aeropuerto de Santiago es más pequeño que el de Bogotá y este día no hay mucho movimiento. Pasamos todos los filtros muy rápido y sin tanta rigurosidad, las ventajas de viajar el último día del año. El último funcionario de migración que nos atiende, un hombre alto, de pelo encrespado y entrado en canas nos da la bienvenida, le doy las gracias y le digo feliz año. El hombre inclina su cabeza y borra su sonrisa mientras nos internamos en su país. Después supe que los chilenos, por agüero, solo dicen feliz año cuando efectivamente comienza el año nuevo porque decirlo antes es de mala suerte. A esta altura, para ese hombre yo debo ser el ave de mal agüero que explica el motivo de un divorció, un despido, el golpe del dedo pequeño del pie contra la pata de la cama, el determinador de toda sombra que se asome por su vida en los próximos 365 días del año.

 

Inocente de mi capacidad para provocar el mal, salimos al pasillo para comer algo y tratar de desvelar el misterio de la comida chilena mientras llegaban Alfredo y Carolina. En la carta de uno de los pocos restaurantes que vimos en el aeropuerto solo hay sándwiches, no entendemos de qué. Cuando se llega a otro país uno es un extraterrestre que han lanzado a la vida cotidiana de otro planeta, no entiende los modismos, las palabras ni las formas. Con el garzón, como les dicen a los meseros aquí, llegamos a un punto intermedio entre el español de Colombia y el español de Chile que nos permitió devorar tres órdenes de sánguches con vacuno (sándwich de carne de res), con bebidas CCU (Pepsi y amigos).

 

Alfredo y Carolina entran por la puerta tres, después de tanto tiempo sin verlos sus sonrisas seguían siendo amplias, contagiosas. Nos damos un abrazo largamente esperado, como queriendo compensar los años de distancia en un instante, impacientes por abrir la cápsula del tiempo de una década sin vernos. Éramos los mismos y éramos diferentes por el tiempo y las experiencias, pero nuestra vieja amistad prevalecía. Antes de conducir hora y media hasta Viña del Mar, Alfredo, con su mejor cara de póker, nos dice que no nos pongamos nerviosos si tiembla, es normal. Carolina complementa asegurando que, en cualquier caso, el mejor lugar para estar en un terremoto es Chile. Los tres nos miramos: turbulencias, terremotos…, el viaje ya es un poco turismo de aventura. En todo caso resulta un alivio que todo esté hecho para soportar si la tierra se pone a bailar.

 

Entre risas y traducciones de cómo dicen las cosas en Colombia y cómo las dicen aquí, tomamos la carretera hacia Viña, que en sí misma no es distinta a las de Colombia, salvo por tres detalles: uno, las velocidades de circulación oscilan entre los 75 y los 110 kilómetros por hora; dos, todos los peajes son electrónicos, sin cabinas, talanqueras o cualquier tipo de obstáculo que sortear, todos los autos llevan un chip que descuenta el valor y quienes no pagan reciben el cobro al pagar sus impuestos; tres, no hay tiendas, restaurantes, paradores estaciones de gasolina, montallantas o negocios de naturaleza alguna directamente sobre la autopista. En defensa del pintoresco paisaje vial colombiano, recuerdo a una turista francesa alabar a mi país por la posibilidad de parar donde le viniera en gana, hartarse de platos típicos, frutas y dulces que no sabía que existían y que en su cabeza jamás imaginó probar.

 

A las nueve quince, el sol finalmente sede y deja que caiga la noche tras un atardecer naranja y rosado. Al pasar una colina, Valparaíso, Viña del Mar y Concón se dejan ver. Las tres ciudades están juntas sobre la bahía de Valparaíso. A la orilla de la carretera, cientos de personas, muchos de aquí, otros tantos que han venido desde Santiago, parquean sus vehículos y se agolpan mirando hacia el Pacífico, mientras charlan, comen o beben algún trago con la familia o los amigos esperando que sean las doce. A esa hora, como todos los años, las tres ciudades lanzarán desde balsas en la bahía el segundo espectáculo de fuegos artificiales más grande de Latinoamérica después del de Río de Janeiro.

 

Finalmente llegamos al apartamento de Alfredo y Carolina. Nos instalamos rápidamente en la habitación que nos habían preparado. En el comedor, Alfredo sirve algunas copas de vino chileno, un Carmenere, una uva que se creía extinta por un parásito que la erradicó de Francia en el siglo XIX y que por vueltas de la vida reapareció en Chile en 1994. Qué mejor vino para brindar por un reencuentro. La conversación fluye entre las anécdotas y ponerse al día. Minutos antes de las doce, Carolina trae un plato con doce uvas para cada uno. El reloj marca la medianoche, si se puede decir eso aquí, y durante veinte minutos los juegos artificiales iluminan el cielo y los colores se reflejan sobre la bahía. Hasta el balcón del edificio llegan los murmullos alegres que vienen de todos los rincones de la ciudad. Es sobrecogedor, como un espectáculo de magia que te deja con la boca abierta y te roba las palabras. Magdalena, Emilio y yo no habíamos visto algo así jamás.

 

Después de los deseos y los abrazos, y el feliz año sin desenlaces nefastos, cenamos. La mesa se llenó de risas y planes para los días que pasaríamos en Chile. Era un momento especial, a pesar de estar lejos de nuestras familias, el estar rodeado de viejos amigos nos hizo sentir que estábamos en el lugar correcto, al sur del Trópico de Capricornio. Un 31 de diciembre perfecto para cerrar un año lleno de cambios y un comienzo prometedor para el que recién inicia.

1 Comment


Joan Vina
Joan Vina
Feb 25

Diego, qué gusto leerte, hermano. Tienes una manera de escribir que engancha de una, como si me llevaras de la mano por cada rincón de Chile y Viña del Mar. Sentí el viento, los paisajes, hasta los sonidos de la ciudad con tus palabras. Tu narrativa es tan natural y envolvente que uno se siente ahí, viviendo el viaje contigo. ¡De verdad, crack! No dejes de escribir, que es un placer recorrer el mundo a través de tus crónicas.

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Diego Romero autor del blog Tres Veces el Viaje en el Cañón del río Combeima en Colombia

Sobre mí

Nací por allá a finales de los 70´s del siglo XX en Ibagué, una ciudad en la falda de la Cordillera Central en el departamento del Tolima en Colombia.

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