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Foto del escritorDiego Fernando Romero Leal

Buscando las raíces: travesía familiar en Ortega, Tolima

Parroquia de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de Ortega Tolima

Son casi las 6 de la mañana y sobre el horizonte se empieza a colar el sol. La luz amarilla intenta calentar el día empujando las nubes que abrazan las cimas de las montañas. Por las calles aún se pasea un viento helado y me viene a la mente la ciudad a la que llegó mi madre siguiendo el camino de sus padres a comienzos de los años 50 del siglo pasado y en la que la gente usaba abrigo. Hoy esto es tierra caliente. Echo un vistazo al celular y la aplicación que nos indica el camino calcula cerca de dos horas desde Ibagué para llegar a Ortega, Tolima. En el espejo retrovisor las faldas de la Cordillera Central se hacen pequeñas y hacia el frente se abre un llano infinito que cambia de verde a ocre.


Meses atrás, mientras metía de nuevo mi nariz en la bolsa de propósitos postergados encontré una fotografía del abuelo. No sonríe, mira directo a la cámara y el blanco y negro lo hace ver más serio. La imagen me devolvió a los años de curiosidad por su origen y me dio el empujón para retomar la búsqueda. La foto, los recuerdos de mamá y un montón de horas de las que ya perdí la cuenta entre documentos en letra cursiva e idiomas diferentes nos tienen serpenteando en esta carretera a tres generaciones, madre, hermana e hijo, rumbo a donde empezó todo, al menos para él.


Rematamos una curva y a la distancia sobresale la iglesia del pueblo: Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de Ortega. Como ahí fue bautizado el abuelo y parte de sus antepasados (los nuestros), repito como mantra los nombres de bisabuelos, tatarabuelos, tíos abuelos y primos en todos los grados posibles con la esperanza de encontrarlos en el cementerio. Nunca he estado en Ortega, pero en la plaza principal, los rasgos de la mayoría de las personas dejan claro por qué es capital indígena. Aquí hay 21 resguardos y 32 cabildos, es tierra pijao y el lugar en el que se encuentra la tumba de Manuel Quintín Lame. Y donde pasó una de las más de cien veces que estuvo en la cárcel en su lucha por la creación de una república indígena. A lo mejor mi abuelo lo conoció, o supo de él porque coincidieron en el tiempo. En el pueblo bulle el comercio, algunos venden en los locales y en la plaza de mercado, otros compran y se embarcan en camperos que parecen capaces de cargar cualquier peso y su equivalente en pasajeros.


Campero de transporte en Ortega Tolima

Recorremos las calles del pueblo buscando el cementerio. Está a dos cuadras del centro y al lado del hospital. Si se mira sin prejuicios, la ubicación tiene sus ventajas: si pasa lo inevitable, el último viaje no es tan largo; si el paciente se salva puede espantar el calor un rato en el parque y tomar algo para celebrar un día más en el mundo de los vivos frente al monumento al campesino. Pero ya en la cancha de los muertos, nos dividimos para buscar los nombres repetidos en mi cabeza durante el camino. Salvo algunas tumbas construidas como pequeños mausoleos o sobre las que se puso una lápida, la mayoría están marcadas con cruces de madera o cemento. Es un cementerio humilde en el que no hay un orden y se ha aprovechado cualquier espacio disponible bajo los árboles, junto al corredor central o después del último escalón del depósito de materiales. Un par de horas y 500 cadillos después, con una prima confirmada y alguno que otro nombre y apellido anotado, vamos cayendo en cuenta que los nombres en las tumbas más antiguas y en buena parte de las cruces no se pueden leer, y que los nombres que buscamos tampoco asoman en los osarios.


Plan B, volver al parque central y conversar con el cura, preguntar qué pasó con las tumbas antes de 1960 y, con la mediación de esta embajada de tres generaciones, quizás poder consultar algunos índices a los que no había podido tener acceso. Cruzamos la misma nave central por la que también caminaron nuestros ancestros desde hace más de 150 años, pero en la iglesia no hay nadie, solo hay vírgenes y santos que escuchan oraciones, pero no atienden trámites. La oficina de la parroquia está en otra cuadra del parque, pero el cura está en veredas, “no viene hoy”, me dice la secretaria. Le explico la travesía, le cuento que mi abuelo es orteguno intentando despertar su sentimiento de solidaridad con un viejo paisano y que busco registros de sus padres y abuelos de entre siglo y siglo y medio atrás. “Si necesita una partida de bautismo necesito la fecha de nacimiento exacta.” Pero eso es precisamente lo que no tengo. No entiende el sentido de mi búsqueda y tampoco le importa. Al final solo consigo el nombre del padre y el número telefónico al que me puedo comunicar con él, que tampoco me da, pero que “amablemente” me indica que anote del aviso que está en la fachada.


Muchas personas con quienes he hablado coinciden en que el pasado de su familia lo recuerdan hasta su abuelo. Salvo por detalles, mi situación era casi la misma. De generación en generación las personas se van poniendo borrosas hasta que se convierten en una imagen en blanco. De regreso de esta travesía familiar en Ortega, Tolima, mamá pregunta por el río que cruzamos, el Cucuana. “Ese pasa por San Antonio”, dice. De allá es ella y ese hilo de agua nos conecta con la otra parte de su familia, con mi abuela. Antes de este viaje estaba seguro de querer ser cremado, ahora no lo sé. En un siglo a lo mejor quisiera que un familiar lejano me visite, o ya no sé si prefiera, cuando con los años me vaya perdiendo en el tiempo, que pongan mis cenizas en un árbol, que me visiten los pájaros, florecer. Al final no morimos cuando morimos si alguien nos guarda en un pensamiento.



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