Los chismes vuelan. Usted vive en una ciudad pequeña, pero una ciudad, al fin y al cabo, y a sus oídos llega la noticia de que la reina de su país está de visita y quiere probar su comida. Usted es un buen cocinero, pero tiene que estar a la altura de las circunstancias, debe tener casi una epifanía, entrar en éxtasis como Santa Teresa para encontrar la receta que dé en la vena del gusto de esta visitante. A usted le quedan tan solo segundos para dar con la respuesta; pero ocurre el milagro: sobre una masa para pizza pone tres ingredientes: mozarela, tomate y albahaca. Sus manos, que han aprendido el oficio de amasar y hornear de decenas de hombres y mujeres antes que usted, dan los últimos toques. Ella la prueba y ya nunca más puede dejar de probarla, se convierte en su favorita. Con la confianza del éxito, por su puesto decide llamar a su creación con el nombre de su alteza: Pizza Margarita. Usted es Raffaele Espósito y acaba de inventar la pizza más icónica de las pizzas italianas, la receta que condensa en su simpleza la sabiduría culinaria de siglos del arte gastronómico del sur de Italia y representa la unidad de un país. Ya puede morir tranquilo, usted dejó un legado a las nuevas generaciones que seguro mejorarán su obra con nuevos ladrillos para construir la cocina italiana.
O esa era la idea hasta que alguien puso piña en la pizza.
En los foros de internet y las redes sociales el tema es serio. Para los italianos la piña es un ingrediente que jamás puede ponerse en una pizza, es una adulteración y la sufren como los españoles cuando experimentan con su paella. Seguro que en este momento algún italiano estará tratando de hacer patria en algún rincón del mundo explicando a un desconcertado comensal que la pizza no lleva piña. En Colombia, yo soy uno de esos cruzados, ese quijote que pelea contra los molinos de viento por la virtud de un plato que con seguridad ha hecho parte del bautismo, la primera comunión, el matrimonio o la celebración de la índole que sea de cualquier empresa privada o entidad pública del país: la lechona tolimense.
No han sido pocos los amigos y conocidos que han inclinado la cabeza hacia un lado y han fruncido el ceño al igual que un perro al que pareciera que algo le resulta incomprensible cuando les digo que la lechona tolimense no tiene arroz. ¿Y entonces que tiene?, preguntan, como si la vida sin arroz no pudiera ser, como si fuera un ingrediente imprescindible. No tengo pruebas, pero sí la certeza de que serían capaces de ponerle arroz a una pizza.
Por estos días, el portal Taste Atlas escogió a este plato típico de la región central de Colombia como el mejor del mundo preparado con cerdo, con una calificación perfecta de 5 estrellas. Nuevamente los foros se inundaron de hijos del Tolima, paradójicamente el segundo departamento que más produce arroz en Colombia, desengañando incautos. ¡El que no ha comido lechona en el Tolima a cualquier calentado de arroz con carne le reza!
Para entender este ring de batalla culinario hay que repasar la herencia de los españoles y meterse en la cultura de los tolimenses. Si hubiese una foto del segundo viaje de Colón a América en 1493, detrás del almirante veríamos una piara de cerdos desfilando por la plancha para tocar tierra. Así llegó esta especie al continente y con ella la receta del asado castellano, que se cocinaba para las personas de posiciones religiosas, políticas y económicas altas, pero también, y este es un detalle importante, para las fechas especiales de la familia. Más temprano que tarde, la mezcla del viejo y el nuevo mundo también derivó en un mestizaje de siglos de cocina española con la de los indígenas (seguro en 1500 había un español pidiendo que no le pusieran nada de más al asado)
Esta combinación culinaria floreció especialmente en el llano del Tolima, donde, alrededor de las fiestas consagradas a San Juan y a San Pedro, vieron la luz algunas costumbres que sobreviven y la receta que conocemos hoy (alguien acaba de inclinar su cabeza a un costado y de fruncir el ceño), en la que se separa la piel del cerdo, que posteriormente, como si fuera una milhoja, se rellena con capas de su propia carne previamente adobada con cebolla y especias y capas de arveja amarilla seca. Pero no es simplemente rellenar algo. El cerdo se desarma y se rearma, afeitar la piel y separarla de la carne sin romperla demanda destreza y prepararla conocer los tiempos, los movimientos, los trucos y los ritos que han viajado por la tradición oral o visual de los patios de las casas donde aún hoy algunas familias la cocinan.
El animal deber ser joven y quien lo mata debe asegurarse de no perder las partes que no irán al plato final pero que son indispensables para otras preparaciones, como las morcillas, un embutido, también herencia española, relleno de la mezcla de la sangre del cerdo, arveja, papa y arroz (ahora sí); o las costillas para los huesos de marrano; solo dos o tres personas pueden manipular la carne para asegurarse de que no se dañe mientras se adoba, y quien adoba debe saber que no puede poner comino porque se arriesga a que la lechona explote mientras esta se asa; solo una persona puede repartir porciones a los comensales para que no se “avinagre” después de doce horas en un horno de barro que deja el cuero tostado y de color caramelo. El plato se sirve con un trozo de esta piel crocante y con dos acompañantes que no pueden faltar: el insulso, un bollo de maíz dulce que tiene consistencia de natilla, y la “oreja de perro”, una arepa hecha de arroz y delgada como una tela que las abuelas solían calentar en la tapa de una olla.
Es un ritual que toma horas, incluso días, y mientras pasa, alrededor orbitan los hechos que al final llevaron a que la tradición, y especialmente a que la receta, sea como es. Como una línea paralela a la preparación, la familia se aglutina, algunos conversan, alguien sirve un aguardiente, una guitarra o un tiple llevan el ritmo de bambucos y torbellinos para que un coro, entonado o no, eso no importa, interprete lo mejor del repertorio de la música andina colombiana, porque la música también está atada al Tolima, pero ese es otro cuento. He tenido la fortuna de vivir estas tradiciones a las que me siento especialmente apegado, y de ver cómo la receta de ese animal grande que se rellena casi en su totalidad con su propia carne, pasa a mi hijo de su abuelo, porque la lechona, la que lleva el apellido tolimense, siempre fue y aún hoy lo es, un regalo de los viejos para la familia en las fechas especiales.
Hoy la lechona tiene su día nacional, el 29 de junio, la enlatan y la empacan al vacío para enviarla al exterior, hay empanadas, hamburguesas, crepes y por supuesto, pizza de lechona. También se la puede comer con arroz, pero entonces ya el apellido le cambia, ya no es tolimense, porque se desdibuja toda la esencia de la región a la que las familias han dado forma de generación en generación en torno a este plato, tan importante en Colombia como el ajiaco o la bandeja paisa. Por eso los foros se llenan de comentarios de personas, entre las que me cuento, que quieren preservarlo como lo han venido haciendo los abuelos, como los italianos con su pizza o los españoles con su paella.
Ojalá tengan la oportunidad de visitar el Tolima, de compartir con la familia, de disfrutar de la música, el aguardiente, los tamales y de la lechona, la que lleva el apellido de este lugar extraordinario.
Hermoso texto Diego, me ha conmovido realmente, siempre tengo esta discusión en Antioquía y tal como lo relatas los amigos se asombran cuando les explico que la Lechona no tiene arroz.
Me encantó!
Diana