Por alguna u otra razón cada vez que escucho sobre la historia del árbol ardiendo espontáneamente en el centro de Bogotá es inevitable remitirme al pasaje bíblico. Algunos le echan la culpa a un rayo, otros aseguran que simplemente se encendió y a otros cualquier explicación les da lo mismo. Mi mente prefiere igualar la escena con la de la zarza ardiente, imaginar que allí un Moisés rolo o cachaco recibió las tablas con los mandamientos de la ley capitalina: no dar papaya; ir con la novia a Monserrate; amar a Bogotá sobre todas las cosas y los demás que seguro pasan de diez. El cuento del árbol chamuscado sin explicación plausible en el centro de un potrero baldío, para mí, merecía un final más espectacular.
A fuerza de verlo de camino todos los días durante años, por orientación y sentido práctico la gente terminó llamando a la zona Paloquemao. Hasta aquí nada del otro mundo, lo especial para el sector vendría después. A mediados del siglo XX la plaza de La Concepción, construida en 1849 como el primer edificio para el acopio de alimentos en Colombia fue demolida para ampliar la carrera 10. Entonces los tubérculos, las verduras y las frutas fueron a parar algunos años a la Plaza España, donde la falta de espacio hizo que en 1962 las miradas se enfocaran sobre ese lote yermo con su árbol de carbón en donde se pusieron los cimientos de la Plaza de Mercado de Paloquemao, la más icónica de Bogotá y con 52 años en operación.
En los pasillos de su estructura en forma de abanico es fácil perderse en el recuerdo de un canasto de mimbre que mis hermanos y yo ayudábamos a cargar a mi madre en otra plaza de otra ciudad con la promesa de un vaso de avena y eventualmente un buñuelo. Visitarla es volver en el tiempo y a la vez entrar en un caleidoscopio de sensaciones amplificadas. Aquí también está la señora entrada en canas, la “veci” o “doña María” que llama a sus clientes por el nombre y sabe qué quieren y cómo lo quieren. A las almojábanas, los pandeyucas y los pandebonos también los persiguen niños y adultos, seguramente por el sabor celestial en el que algo tendrá que ver la Virgen del Carmen que custodia la entrada.
En esta plaza todo es diverso: rostros morenos, trigueños, negros, blancos, redondos y angulosos; comerciantes de Cundinamarca, Boyacá, Tolima, Antioquia, de las dos costas y de cuanto rinconcito esté habitado en Colombia; españoles, alemanes, franceses, norteamericanos, visitantes con pasaportes de países que ni se sabía que existían; verduras y flores amarillas, verdes, rojas, azules, moradas, de todo los tintes y matices; arazá, granadilla, pitalla, uchuva, curuba, chirimoya, lulo, liche, gulupa y prácticamente un tipo de fruta para cada letra del abecedario; res, cerdo, pollo, cordero, pescado y todos los productos que pueden dar estos animales traídos de todos los potreros, ríos y mares del país.
También están las ollas, cucharas y platos adornados con flores en las que comieron generaciones enteras incluida la mía y los pocillos tinteros con la bandera en vertical con la frase Café de Colombia en las que los abuelos se tomaban el café de la mañana. Incluso es posible toparse con objetos que no termino de entender para qué sirven y a los que encajo en la categoría de cachivaches, o con jabones suerte rápida, prosperidad, saca sal, destrancadera, tumbatrabajos, contra envidias, abre caminos, feromonas, quereme, tres potencias o leche de la mujer amada. La fortuna puede cambiar con solo bañarse.
El olor a tierra y campo viaja por la plaza a la par de los que provienen de los locales de desayunos y almuerzos, en los que se preparan recetas que también han logrado sobrevivir décadas transportadas en la voz de padres y madres que las heredan a sus hijos, el patrimonio de los ingredientes precisos, del toque secreto y de las cantidades exactas. En estas casetas, los tamales, la changua, el sancocho, el ajiaco, la bandeja paisa y el caldo de pescado han revivido muertos, sanado enfermos y desenguayabado borrachos y también se han visto extranjeros que no dan crédito cuando ven queso dentro del chocolate.
La Plaza de Paloquemao es un destino de nostalgia, memoria, conexión del pasado y el presente, un punto en el que pareciera que se condensara la esencia de toda Colombia y de generaciones de colombianos y en el que la naturaleza tiene un espacio para exhibir su arte. Por algo a las plazas también las llaman galerías. Y sí, aunque para mí la historia del árbol ardiendo no tuvo una explicación espectacular, lo que vino después en este pedacito de Bogotá sin duda que lo es.
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