Uribia es como una telaraña. Desde un octágono central se desprenden sus ocho calles principales que a su vez se cruzan con una serie de octágonos más amplios. La capital indígena de Colombia tiene un diseño más parecido al de una ciudad francesa que al de una ranchería o al de un pueblo español, como para estar en sintonía con el imperio que nos tocó en suerte. Toda la vida de Uribia confluye en ese octágono central que sirve como plaza de mercado, alcaldía, comando de policía y terminal de transporte en el que algunos turistas contratan vehículos 4X4 para viajar hasta el Cabo de la Vela o Punta Gallinas, el punto más al norte de Suramérica. Nosotros nos pondríamos en ruta hacia el Cabo de la Vela, el destino final de un viaje que incluyó las playas de Santa Marta y Palomino para reencontrarnos con el mar.
Aprovisionados de agua, comida y gasolina, mi esposa, mi hijo, mi sobrina, mi madre y yo emprendemos el viaje, lanzados desde Uribia en nuestro propio vehículo como un cohete desde Cabo Cañaveral a las profundidades del espacio inhóspito. Nos adentramos en el desierto por una carretera pavimentada que solo alcanza a llegar doscientos metros al norte del pueblo, flanqueada por arbustos de los que cuelgan bolsas plásticas de franjas azules y blancas y bajo los cuales algunos perros husmean en los montones de basura buscando algo de comer. Este paisaje es una copia del de la entrada de Uribia, nada que ver con su limpieza en el interior, sus casas de fachadas blancas y sus árboles que dan sombra.
En adelante, el camino está hecho de una arena amarilla que poco a poco se torna naranja y que se pega al parabrisas de la camioneta. “Estamos como en otro planeta”, dice mi esposa, mientras manipula el radio para ajustar la lista de reproducción del viaje. “Es como estar en Marte” remata, mientras mi hijo exhala una larga vocal a, que se convierte en muchas por la vibración de la suspensión, para él es como una novedad sinfónica. Reímos mientras la vegetación desaparece con cada kilómetro que avanzamos y el único hilo conductor con la civilización es la vía férrea que nos acompaña en paralelo durante todo el camino y sobre la que los trenes de carga llevan el carbón desde la mina del Cerrejón hasta los barcos que atracan en Puerto Bolívar.
Un tren nos alcanza y mientras mi sobrina y mi hijo llevan la cuenta de más de cien vagones, mi madre, como si hablara por sus problemas de cadera, se pregunta cómo es posible que con tanto dinero que genera el carbón no hayan pavimentado aún los sesenta kilómetros de carretera. En Uribia dicen que la han pavimentado cuatro veces, pero en esta zona del país hace mucho calor y los recursos se evaporan. No era una distancia larga, pero era claro que nos iba a tomar más tiempo por el estado del camino, así que cada uno diseñaba su estrategia para matar el tedio en el desierto, contando cosas, sintiéndose en otro planeta o quejándose de la corrupción. Al final nos esperaba un lugar bellísimo donde se juntan mar y desierto y la promesa de desconexión de la ciudad, para engavetar el trabajo y los asuntos de la vida cotidiana por unos días.
Entonces, a la distancia, vemos a un grupo de entre cinco y diez niños Wayuu con sus trajes de colores vivos que se asoman como suricatos al borde de la carretera. Tal vez se acercan para ver pasar los carros, para presenciar una novedad, sin embargo, desde ambos lados del camino, varios de ellos levantan una cuerda de la que cuelgan unos triángulos de colores. Nos están bloqueando el camino y tienen la amabilidad de informarlo con una ayuda visual. En el interior del carro un debate de segundos se centra entre parar para evitar hacerles daño o accidentarnos, o parar para saber qué quieren. Desde Santa Marta nos habían advertido de esto podía pasar para pedirnos dinero o agua, pero en lo que tampoco había consenso entre quienes nos advirtieron era en si era seguro detenerse y por supuesto nadie se toma el tiempo de pensar qué hacer cuando las cosas se salen de madre.
Mientras la democracia opera me doy cuenta de que no he quitado el pie del acelerador y continuamos en curso de colisión hacia nuestra delgada barrera de colores sostenida por esta pandilla de infantes, y cuando casi la alcanzamos, como un engranaje de resortes los chicos dejan caer la cuerda sobre el desierto y las llantas pasan sobre ella. Mientras todos giran su cabeza para ver hacia atrás, veo por el retrovisor la estela de polvo que nos persigue y por la que unas formas humanas corren blandiendo las manos en alto como señal de despedida. Mientras que a nosotros por poco se nos sale el corazón por la boca, para ellos es una tarde más en su campo de juegos.
Unos kilómetros más adelante, un aviso en medio de la nada nos indica que debemos tomar a la izquierda para llegar a destino. Aun nos falta media hora y justo en el cruce de caminos, dos mujeres Wayuu venden mochilas tejidas a mano. Necesitamos estirar las piernas para caminar el susto, enfocarnos en algo distinto. Las mochilas tienen colores encendidos, naranja, amarillo, verde, magenta, que contrastan con el marrón uniforme del desierto. En nuestro primer viaje al Cabo de la Vela también paramos aquí. En esa oportunidad, mientras el intercambio comercial se daba, las mujeres hablaban entre ellas en wayuunaiky, su lengua, con curiosidad por mi hijo. Como no paraban de mirarlo, mi esposa le preguntó a una de ellas qué decían: “¡Nunca habíamos visto un niño tan blanco, es como si fuera hijo de la luna!”. Estábamos en Colombia, pero nos sentimos un poco extranjeros en esta tierra, no en vano es la tierra de la Nación Wayuu, que se extiende hasta Venezuela. Ese fue un viaje bonito, de atardeceres naranja y rosado en una hamaca junto al mar turquesa, mojándonos los pies en la playa del Ojo de Agua o en el Pilón de Azúcar viendo como el desierto se une con el océano y tratando de acertar dónde este comenzaba a ser cielo. La primera vez nos hizo intentar una segunda.
De nuevo en el camino, un par de kilómetros adelante ya se divisa el mar. El calor de la tarde es casi insoportable, pero para nosotros, criados en las montañas, el paisaje marciano lo vale. Y del desierto yermo, como en un tablero de Mario Bros, a nuestra derecha un hombre salta hacia la carretera y camina hacia la camioneta. A la izquierda otro hace lo propio, mientras adelante otros sujetos los esperan en dos motos. Todos llevan escopetas y armas cortas. Aquí no hay tiempo para deliberar o para olvidarse de dejar el pie en el acelerador. Estamos entre dos colinas y cuatro sujetos armados sin vía de escape. Nos obligan a bajar las ventanas y nos apuntan al rostro. Nos piden los celulares y el dinero en efectivo. Entregamos todo, pero los tipos no se van. En el asiento de atrás todo es silencio. Todos parecen entender, hasta nuestro hijo de cinco años, que es mejor no hacer nada que los haga actuar. Dan vueltas alrededor de la camioneta y comienzo a pensar que lo que los detiene es que están verificando si es un 4X4. Antes de venir también escuchamos historias de Toyotas robadas que venden al otro lado de la frontera. El sudor de mi frente ya no es solo calor, también es miedo. En el rostro de mi esposa alcanzo a leer su angustia: ¿raptarán al niño, la violarán a ella y a mi sobrina adolescente, nos asesinarán a mi madre o a mí?
En ese momento el retrovisor se llena con el reflejo de dos camionetas gigantes que casi nos alcanzan por el mismo camino y los sujetos emprenden la huida por una trocha. Las camionetas nos rebasan a gran velocidad, enciendo el auto y piso el acelerador para no perderles el paso. Adentro todo es silencio y afuera solo se escuchan los neumáticos contra el desierto. La suspensión sufre, pero ya no importa. Llegamos al Cabo de la Vela, directo a la estación de Policía, nada de mar, nada de puesta de sol. Contamos nuestra historia y un policía wayuu, el único en el cuartel, nos toma la denuncia y nos dice que no puede hacer más. Sin dinero, la única opción es dormir en el carro. Pero después del caos se revela un pequeño acto de heroísmo. Mientras nos apuntaban a mí y a mi esposa, mi madre alcanzó a esconder una carterita con algo de dinero. Teníamos para pagar el hospedaje y algo para comer, ya no solo íbamos a masticar la ira y la frustración, el insomnio y la pesadilla, las lágrimas y el silencio por venir. Al menos había una buena noticia en ese paisaje marciano.
Como en las películas del viejo oeste en las que el ejército escolta la diligencia por las praderas, al día siguiente salimos del Cabo de la Vela hacia Uribia acompañados por la Policía pensando que la sacamos barata y si la belleza del primer viaje algún día nos daría para reconciliar lo que pasó en el segundo por este desierto de la Guajira.
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