Bogotá está dividida en dos. Pero no en las dos mitades en las que caprichosamente persistimos en separar la ciudad: norte y sur. Una de estas mitades esta hecha de ladrillo, sin importar si es el barrio más humilde o el más pudiente, esta parte de la ciudad es como una ola naranja que se rompe contra las faldas de El Cable, Monserrate, Guadalupe y los demás cerros orientales. Naranja, sí, porque Bogotá no es gris como suele decirse. Esta parte de Bogotá es el sueño de un alfarero y el ladrillo junto con el trancón nuestros síntomas más tangibles de democracia: a todos nos toca una parte.
Fue saliendo de un trancón que empecé a conocer la otra mitad de Bogotá. Por horas habíamos atravesado avenidas inmensas y cientos de calles medianas y angostas, calles atiborradas de comercio, de talleres, panaderías de barrios silenciosos y bulliciosos, de parques con deportistas que al trote los orbitan, de estudiantes que van tarde al colegio y de perros que cagan seguidos por sus dueños. Pero ese día, al hacer un giro a la derecha la calle se mostró diferente. Las ruanas y los sombreros iban y venían a pie o a caballo. Los buses del transporte público y los carros particulares se subían a los andenes para abrir paso a los tractores. Un camión viejo cargado de papa esperaba parqueado frente a la fachada de una iglesia que se impuso a los embates del progreso ganando un carril de la calle. Habíamos entrado a lo que atinadamente la gente llama Usme Pueblo, la frontera con la Bogotá rural.
De ahí en adelante Bogotá es un tapete verde hecho de retazos de cultivos de papa, arveja, hortalizas y fresas. El clima se pone más frio y la carretera se inclina lentamente para dejar atrás el embalse de La Regadera, utilizado para surtir con agua del río Tunjuelo al primer acueducto de la ciudad cerca de cien años atrás. Por esta misma cuenca, quince minutos más adelante, a nuestra izquierda, se ven las ruinas de lo que en la segunda mitad de la década del 50 del siglo XX era la cárcel de Nazareth, a donde iban a purgar pena y frio los opositores políticos del dictador Rojas Pinilla.
Un par de kilómetros más adelante, un aviso rodeado de cientos de frailejones nos indica que llegamos a la localidad de Sumapaz, que alberga el páramo más grande del mundo junto con los municipios de Pasca, Arbeláez, San Bernardo, Cabrera y Gutiérrez en Cundinamarca; Acacías, Guamal, Cubarral, El Castillo, Lejanías y Uribe en el Meta; y con Colombia en el Huila. En total son 333.420 hectáreas de un ecosistema que solo se encuentra en cinco países, de las cuales el Estado colombiano decidió proteger 142.112 declarándolas parque nacional.
A más de tres mil metros sobre el nivel del mar, las nubes chocan con los filos de las montañas que junto con el viento helado las lanzan sobre el mar de frailejones que en la bruma son como personas que aparecen y desaparecen. A borde de carretera se puede ver su trabajo. Nos topamos con el nacimiento del río Tunjuelo y con la laguna de Los Tunjos, rodeada de picos como si de allí emergiera la cima de la Cordillera Oriental. Los frailejones del páramo son la fábrica de agua más impresionante del planeta. A un ritmo de crecimiento de un centímetro al año le roban la humedad a las nubes para transformarla en el agua que consumen millones colombianos. En el proceso, las hojas que mueren no se desprenden y en cambio se doblan sobre el tallo para protegerlo del frio y el viento.
El Sumpaz no solo ha sido una fábrica de agua. Este páramo también fue lugar sagrado para los muiscas en donde realizaban pagamentos con permiso de la Mapalina, diosa de la niebla; también fue lugar de tránsito para los primeros españoles que se aventuraron a enfrentar las bajas temperaturas y lo dejaron descrito en las Crónicas de Indias como el “País de la Niebla”; Asimismo, fue el hogar de grandes haciendas y de miles de campesinos que huían de la violencia en el Tolima y el Huila en los años 40 y 50 del siglo pasado y el lugar donde terminó de crecer el germen de parte de la violencia actual de Colombia.
Precisamente en ese primer viaje a Sumapaz nuestra compañía no eran solo las nubes. La camioneta en la que nos movilizábamos era custodiada por el Ejército. Aunque ya habían comenzado los diálogos de paz con la guerrilla, apenas ocho días antes las FARC habían hecho estallar un explosivo al paso de una volqueta. Su presencia era tan fuerte e histórica en la zona, que los caminos que estábamos transitando fueron construidos por ellos en su mayoría, los mismos caminos que permitieron a las tropas estatales llegar a sus campamentos, recobrar el control de la zona e instalar el primer batallón de alta montaña del país. A ese batallón, prácticamente donde se encuentran Cundinamarca, el Huila y el Meta con Bogotá, nos dirigíamos para entregar algunos alojamientos para los soldados que dormían en trincheras cubiertas con plásticos a temperaturas de -5°C. En este punto la presencia humana es casi nula y la cantidad de frailejones es un océano plata y dorado.
Seis años después regresé, también por trabajo y con la paz firmada, para registrar el avance en la Troncal Bolivariana, que une a las localidades de Usme y Sumapaz. Ese día, desayunamos caldo de costilla de res con papa hecho en fogón de leña y atravesamos ríos cristalinos rodeados de montañas de un intenso verde, antes de encontrarnos con los obreros que trabajaban en la vía. Al llegar, les pedimos que se agruparan para tomar una foto y que a la cuanta de tres dijeran whiskey. Uno, dos, tres, “¡Vivan las FARC!”, se oye al unísono. Estos hombres que quién sabe por cuanto tiempo estuvieron en la guerra, ahora construían caminos en tiempos de paz. También ese día el sol cubría todo, en el cielo azul no había una nube y desde allí se podía ver la Cordillera Central con sus picos blancos: Ruiz, Santa Isabel, Tolima y Huila más al sur. Cosas buenas y malas aparecen y desaparecen en Colombia, como los frailejones en la bruma. Sin embargo, ese día la Mapalina nos premió con esa vista y nos permitió saber lo que es la paz en el “País de la Niebla”. Al final tal vez la belleza se sobrepone. Sumapaz: País de la Niebla.
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