Varados en Santiago: una odisea de diez pesos
- Diego Fernando Romero Leal
- 24 mar
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 6 abr

Los frenos del autobús silban al detenerse en la estación Pajaritos. El olor de la comida y el combustible se mezclan en proporciones iguales y hacen el aire un poco más denso. Pajaritos tiene doble personalidad: sobre la calle es una terminal de buses como casi todas las que he visto en mi vida, arquitectónicamente detenida en el tiempo, diseñada para cumplir su función sin ninguna pretensión estética; debajo, es una estación de metro por la que miles de personas fluyen como un río subterráneo buscando llegar a diferentes lugares de Santiago.
Para ir al Palacio de la Moneda, mi esposa, mi hijo y yo debíamos sumergirnos en las entrañas de la línea uno del metro, así que buscamos una taquilla para comprar los tres pasajes. Acerco la tarjeta bip a la funcionaria.
-Son 2130 pesos.
Le pido el datáfono para recargar con tarjeta.
- Solo efectivo- responde.
No tengo pesos chilenos. Me sorprende, pero no me angustio.
- ¿Hay una casa de cambio en la estación?
- No- responde ella.
El mismo sonido de la alarma de tsunami de Viña del Mar comienza a sonar en mi cabeza. Estamos varados, con dólares, pero sin poder cambiarlos, con tarjetas, pero sin poder usarlas. Habíamos llegado al borde de este desastre porque nos mal acostumbramos. En Chile es posible pagar cualquier cosa en cualquier lugar sin necesidad de efectivo, hasta el vendedor más humilde está bancarizado y tiene un datáfono. En el metro de Viña nos movimos sin billetes ni monedas. Para nosotros era el paraíso financiero en el que los parroquianos pasan sus días pensando en cualquier cosa, menos en ir al cajero. ¿Por qué habría de ser distinto en la capital del país?
Pero todo paraíso tiene su serpiente y en este también apareció para revolver las cosas. ¿Qué hacer? ¿Tratar de cambiar dólares con alguien que los pague por el valor que dicte su corazón? ¿Tratar de retirar de un cajero y pagar una fortuna en comisión? ¿Vagar por la terminal como Tom Hanks hasta que alguna autoridad decida repatriarnos a Colombia? Entramos a una pequeña cafetería - obvio recibían tarjetas - para tomar algo que nos bajara la angustia y el calor. Sentado allí, recuerdo que, en el bolsillo más recóndito de mi morral, guardé un par de billetes y algunas monedas para Emilio como recuerdo del viaje. Busco, no cuento, corro hacia la taquilla emocionado. La empleada detrás del cristal me ve y sonríe porque sabe del embrollo en el que estamos. Dejo el dinero en la bandeja. A mis oídos llega el sonido metálico de las monedas que chocan entre sí. La chica termina el arqueo, levanta la mirada y su expresión cambia. Hay 2120 pesos, faltan diez.
Estoy frustrado, apoyo mis brazos sobre el mesón de la taquilla y meto mi cabeza entre los hombros, como un avestruz en la tierra. Miro a la empleada de nuevo, suspiro la desazón. Y, tal vez en ese instante, conmovida por mi cara de perro sin dueño, por el colombiano más triste en tierras chilenas, decidió devolverme la tarjeta con los tres pasajes cargados. No lo podía creer. La expresión de mi rostro debió causarle risa porque no podía contener la carcajada. Como en la canción de Julio Jaramillo, acababa de comprar cinco centavitos de felicidad. Más bien, me habían regalado diez pesos de una alegría que no me cabía en el cuerpo. Junto mis manos en señal de agradecimiento y me voy corriendo, casi dando saltos hasta donde están Magdalena y Emilio para contarles la buena nueva.
Con una sonrisa de oreja a oreja atravesamos el torniquete y bajamos peldaño a peldaño la escalera hacia la plataforma. La luz rebota en todas direcciones en los azulejos blancos y rojos del túnel. Al fondo, un destello va rasgando la oscuridad, acompañado de un chillido metálico que se apaga cuando el tren se detiene. El espacio del vagón es una suma de conversaciones apagadas, silencios y miradas perdidas. Un vendedor sube y zigzaguea entre los demás pasajeros cargado de botellas de agua que ofrece en un tono que no varía, como un mantra: “Agua, agua… agua fría a mil pesos”.
Avanzamos rápido y constante, de estación en estación, hasta llegar a la de La Moneda. Salimos a la superficie y frente a nosotros una enorme bandera de Chile ondea con parsimonia contra el cielo azul. La “estrella solitaria” -como llaman los chilenos a este emblema nacional- mide 18 metros de largo por 12 de alto y está izada en un mástil de 30 metros de altura. Es una visión que atrapa a los transeúntes, muchos no pueden parar de mirarla. Yo pensaba en el responsable de su mantenimiento. Resulta que en Chile hay multas por izar la bandera en mal estado, si se instala al revés o si no se pone en las fechas de fiestas patrias y días de glorías navales. El perfil para este trabajo debe ser el de un obsesivo compulsivo, el de alguien incapaz de soportar el error, que persiga la perfección, que revise que cada pliegue caiga exacto y que no haya un hilo suelto, porque si algo sale mal, puede haber sanciones.
Frente a la estrella solitaria, el Palacio de la Moneda se impone con su fachada blanca y sus ventanas y balcones simétricos. Construido para acuñar monedas, y ahora sede del poder político, ha sido testigo de los encuentros y desencuentros del pueblo chileno, del cruce entre el pasado y el presente. En medio de la plaza que lo rodea, bajo una sombrilla gigante que sirve como refugio para el sol, un carabinero solitario lo custodia tras unas vallas que marcan el límite hasta donde el público puede acercarse. Detrás de las barreras, la historia de este país continúa escribiéndose. La Moneda es cicatriz y renacimiento a la vez.
Llegar a la Plaza de Armas desde el Palacio es como teletransportarse a Londres. Las calles están flanqueadas por edificios con fachadas sobrias y ventanales altos como si una parte de la City hubiese sido trasplantada aquí, al otro extremo del mundo. Sin embargo, este Londres sudamericano tiene su orden y su caos propio: montones de gente que camina por sus limpios bulevares peatonales repletos de árboles; ciclistas y conductores de buses que compiten por el espacio en la calle; vendedores de fruta de temporada intentando ganar lo del día; artistas y músicos haciendo lo propio; puestos de revistas y librerías llenas de libros que huelen a polvo; los cafés de franquicia que compiten contra los cafés con piernas.
Las calles tienen su ritmo y la melodía la marca el acento de los santiaguinos. De a poco fui ajustando el oído a la velocidad de las palabras del chileno, a las conversaciones casi atropelladas, rematadas por el “po” o por el “cachai”, y me fui encariñando con algunas palabras de su léxico que son como códigos secretos que solo ellos comparten, que te ponen a dudar si hablas español. Si alguien se dedica a la “copucha”, es un profesional del chisme; si algo es “fome”, es aburrido o no tiene gracia; si te invitan a un “carrete”, hay que ponerse el traje de fiesta; no se puede ir diciendo por ahí que le va a dar un pico al que le compre una tula, porque “pico” y “tula” significan pene. Sin embargo, para mí, de todas las palabras chilenas, en el lugar más alto del podio está “chispeza”, me pueden decir esta palabra casi que de juego infantil y siempre me va a dar risa, pero adicionalmente su apariencia inocente no encaja en su significado de “viveza”, porque detrás de su apariencia ingenua la palabra esconde sus consecuencias. En otras palabras, hay mucha “chispeza” en la palabra “chispeza”.
La Plaza de Armas es el punto donde lo que empezó en las calles anteriores converge como si fuera la escena final de varios actos distribuidos en el centro de la ciudad. Las baldosas grises de la plaza están desgastadas por los turistas que caminan despacio, los santiaguinos que cruzan apurados y alguno que otro niño que corretea las palomas. Los bancos al borde de los senderos son un oasis bajo el fuerte sol del verano para los jubilados y los paseantes que hacen una pausa para recalcular su ruta en Google Maps. En el centro, una estatua sobre una fuente dedicada a la Libertad de América es rodeada por unos y otros sin recibir mucha atención. Los edificios alrededor de la plaza cuentan su propia historia, pero sin duda la protagonista es la Catedral Metropolitana de Santiago. Su fachada simétrica coronada por dos torres idénticas es el resultado de varías reconstrucciones posteriores a terremotos e incendios.
Al cruzar la puerta, la intensa luz de la calle desaparece y quedamos envueltos en una penumbra cálida provocada por los vitrales y las lámparas que penden de los arcos formados por las altas y anchas columnas que sostienen el techo abovedado de las tres naves que la conforman. Cada detalle es perfecto y parece estar allí con una intención que no es simplemente decorativa: los altares tallados con precisión; las esculturas de los santos con mirada imperturbable; los frescos del techo que parecen moverse si los miras un buen tiempo.
El templo está repleto. Coincidimos con una ceremonia de ordenación de sacerdotes. Amigos y familiares de los futuros servidores de Dios se apretujan en las bancas, algunos con cámaras, otros con pañuelos blancos y amarillos, mientras la música religiosa llena el espacio. Aunque no soy católico, la experiencia me impresiona. A Emilio, en cambio, le martillan las palabras del coro:
-…ustedes son mis amigos, si hacen lo que les mando…
Habiendo navegado por trece años en los mares de la libertad y la razón, en cuyas aguas no está mal cuestionar o recibir una explicación del porqué de una instrucción o una decisión, el sonsonete le causó un corto circuito, mensaje de “Error 404” en sus principios, cuyo resultado fue otra cita del diccionario del adolescente sarcástico:
-Ah bueno… están bien de amigo, si no hacen lo que él dice no se van al cielo.
Nos reímos, quizá un poco fuerte porque algunas miradas de reprobación se encuentran con las nuestras. Decidimos salir para buscar transporte después de un día largo día de caminata, no sin antes remediar el detalle del cambio de dólares por pesos chilenos, no vaya a ser que, al día siguiente, el último en Chile, nos quedemos varados quién sabe dónde, o sin poder probar el completo o el mote con huesillo.
Comments